Cuentan que Temístocles, un general ateniense que gobernaba Grecia, llamó un día a su hijo de siete años le dijo: "Hijo mío, eres el ser más poderoso de la tierra..." El niño ingenuamente preguntó: "¿Por qué padre?" A lo que el general respondió, entre pensativo y sonriente: "Porque yo gobierno el mundo, tu madre me gobierna a mí y tú gobiernas a tu madre".No deja de tener claridad esa vieja anécdota de hace siglos. Lo que dice un niño es intocable, sagrado o digno de la mayor atención. Los padres lo saben. El poder de la infancia es tal, que son innumerables las vidas ofrendadas por salvar la vida de los niños.El adulto vivió ya, tiene un ciclo vital cumplido o al menos desarrollado en gran parte: la necesidad de ir a través del tiempo, desarrollando su propia manera de existir.La infancia tiene sobre el adulto un poder mágico. Saber que así fuimos todos, ingenuos y felices, hacer caer en algo como el remordimiento y la nostalgia, entre la desesperación y la ternura. Hay en la infancia una fuerza definitiva que persuade, inunda y arrastra; es la virginal manera de contemplar el mundo. Ahí estamos los adultos en el dilema de querer ver los hijos así, inocentes y confiados y por otra parte, tener que hacerles conscientes de lo que es la realidad, no apta precisamente para ángeles o para pájaros cantores.El poder de la infancia debe ser aprovechado, nutrido por magias superiores y precisas. Por fuerzas que maduren, orienten y fecunden ese deseo simple de vivir.Seremos responsables ante ellos si no les damos, junto con el calor de padres amorosos, la seguridad de un mundo más digno y suficiente.El niño es la explosión de la vida. El adulto la vida ya explotada, hecha jirones en el camino de la experiencia; así que hay que juntar unos cuantos pedazos con algo de amor y poder decir a un niño: "Ten, hijo mío, es lo que yo aprendí, ojala te sirva para no equivocarte". Eso es humano y necesario.Cultivemos con respeto, luminosidad y confianza, a la niñez del mundo.De eso, no nos vamos a arrepentir jamás.
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Conocimiento Natural de Dios
La existencia real de Dios, como ser Supremo, Principio y Fin del hombre y del universo creado y esencialmente distinto de las criaturas, puede ser conocida con certeza por la razón natural, pues la inteligencia del hombre goza de capacidad natural para elevarse al conocimiento de su Creador. Quiso el Señor que todas las criaturas llevaran como impresas sus huellas y dieran testimonio de su existencia. De ahí que sea posible llegar al conocimiento de Dios por medio del conocimiento de las cosas creadas. Hay una sola forma de conocer a Dios, y esta es, a través de Jesucristo. "Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo" (2 Corintios 4:6) Le dijo Jesús a sus discípulos: Si ustedes me conocieran, también a mi Padre conocerían ... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. (Juan 14:7,9) Puede ser que hayas oido hablar de Dios; posiblemente conoces la Biblia de principio a fin y piensas que sabes todo acerca de Dios; has sido religioso toda la vida y hablas mucho de Dios y sus bondades, pero, si no has conocido a Jesucristo, si no te has encontrado con Él, es imposible que conozcas al Padre. "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6).
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LA FIGURA DEL SACERDOTE
Cuando se piensa que solamente un sacerdote puede perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios, obligado por su propia palabra, lo ata en el Cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios... Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo, en la última Cena, realizó un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores, y fue convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre para alimentar al mundo, y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote... Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él... Cuando se piensa que un sacerdote, cuando celebra en el altar, tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios... Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese pan y ese vino, y que eso puede ocurrir, porque están escaseando las vocaciones sacerdotales, y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes aullarán de hambre y de angustia, y pedirán ese Pan, y no habrá quien se lo dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos... Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales... Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal... Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se reflejaba en las leyes... Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación... Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo... Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable... Uno comprende que más que una iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado... Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor... Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre, que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la Tierra y que todos los santos del Cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar al mundo.